domingo, 23 de enero de 2022

Bogotá – Ciudad de Museos

Aprovechando las pocas horas disponibles que estuve en Bogotá, pude visitar cuatro museos. Visitas rápidas, de lego, el tiempo era corto y la idea era dar picotazos a una ínfima parte de lo mucho que hay que ver en tan maravillosa ciudad.

Si la memoria no me falla (debo tomar notas ya), dos museos históricos, uno religioso (el Santa Clara) y un museo que tenía una exposición temporal sobre la vida de ciudadanos de la ciudad. Este último me quedó muy grabado en la memoria.


A pesar de ser ingeniero, me interesa mucho la vida de las personas. Quizás en alguna vida anterior fui sociólogo o antropólogo y por ello me resultan tan interesantes las exposiciones vinculadas a las personas, sobre todo a sus condiciones de vida y su historia personal. O simplemente debo reconocer, quise estudiar algo social y mi análisis racional me hizo entender que, en mi tiempo histórico, era condenarme a morir de hambre.


Recuerdo que, a pocas cuadras de la Plaza de Bolívar, encontré un museo de la Municipalidad de Bogotá. Pequeño, en una casa refaccionada. Me interesó la exposición que, si mal no recuerdo, se titulaba algo así como “rostros de la ciudad”. En todo caso, presentaba imágenes de ciudadanos colombianos, residentes en Bogotá, dentro de sus casas, en sus espacios íntimos.

Aparecían los retratos de las personas, fotos de sus viviendas, un croquis del barrio donde vivían y una narrativa de su historia de vida y sus condiciones actuales. La muestra era amplia y tuve que “correr” para poder ver todos los casos descritos. Literalmente me quedé hasta luego que cerraron el museo y me invitaron, con la fina cortesía colombiana, a salir.


Muchos casos distintos, dispersos, disímiles. Pequeños burgueses que retrocedieron a situaciones próximas a la pobreza, por allí una aristócrata viviendo sus últimos años de vida con reminiscencias de un pasado glorioso. Pero los más, migrantes, nuevos pobladores de Bogotá, con sus historias de huida o de lucha.


Una mujer de mediana edad, con su hija, con el leitmotiv del ahorro de agua. Con infinitas técnicas de uso eficiente, reúso y ahorro. Viviendo en un pequeño apartamento clasemediero. Una vida simple, que podría ser la de cualquiera.

Un migrante afrocolombiano que llegó a Bogotá huyendo de la guerra interna. Viviendo con su familia en una barriada periférica. Un antiguo patriarca, solitario, viviendo en un desván, de las rentas de los arriendos de su antiguo suntuoso apartamento, venido a menos en una zona depreciada.


Una pareja disfuncional. Una travesti de novia con un hombre transgénero. Me resultó difícil entender que ella había nacido él y él había nacido ella. Ella había sido puta, él tirado a la calle por una familia incomprensiva. Había amor, había miseria, había mucha marihuana. Una pareja invasora viviendo en un pabellón de un antiguo hospital abandonado, donde ambos habían trabajado por muchos años, cerrado en un fallido intento de privatización. Un anciano, ex drogadicto, viviendo bajo un puente con su pareja treintañera esquizofrénica, dedicado a su cuidado.


Muchas familias, muchas personas, muchas historias. Me sentí fascinado por una muestra que desde la simpleza de la vida cotidiana me resultó profundamente emotiva.

domingo, 16 de enero de 2022

Ciudad del Este, la sede de la Represa de Itaipú

En un reciente viaje al Paraguay, se me ocurrió visitar Ciudad del Este. Me habían comentado que es un destino comercial, lo que claramente no calza con mis preferencias. A pesar de esta información, teniendo en cuenta que es la segunda ciudad más importante del Paraguay, tomé la decisión de ir. Tras un par de días en Encarnación (un hermoso destino), fui hacia Ciudad del Este.


Partí del terminal de Encarnación a las 7.30AM, el bus era pequeño, pero bastante cómodo. Lamentablemente (para mi gusto) el servicio no era directo, sino con paradas en cada pequeño pueblo de la ruta, lo que hizo que el viaje fuese más largo de lo previsto. Llegué a Ciudad del Este hacia las 12.30PM, unas 5 horas de viaje. Que al final resultó entretenido, disfrutando del eterno paisaje verde en las rutas paraguayas.

Había reservado una habitación en el Palmera Hostel, un hospedaje familiar en una casona señorial, en la que entiendo es la mejor zona residencial de Ciudad del Este. Una decisión perfecta. La atención personalizada de la propietaria, una habitación muy amplia y cómoda. Una estadía de lujo para mí.


El barrio Boquerón, donde queda el Hostal, te transporta a un suburbio americano de clase media alta. Enormes residencias, calles amplias, tráfico casi nulo. Autos de lujo, casi nadie caminando por las calles. Si no hubiera sabido que estaba en Paraguay, cerraba los ojos, los volvía abrir y me imaginaba en alguna ciudad sureña. Mi primera impresión de Ciudad del Este fue notable.


Conversando con la propietaria del hostal, una dama encantadora, descubrí que uno de los atractivos de CDE eran los Saltos del Monday. Nunca había escuchado de ellos y los puse en lista de espera. De hecho, sólo tenía dos actividades previstas en CDE. Mi destino principal del viaje había sido Encarnación y CDE era un destino complementario para rutear un poco, conocer la Hidroeléctrica de Itaipú y el centro comercial de la ciudad, famoso por sus precios bajos y su puente internacional.


Luego de dejar las cosas en el Hostal, reposar unos minutos y ducharme, salí a caminar por el barrio, rumbo al centro. Es una zona muy agradable para caminar, a pesar del opresivo calor. Bordeé la laguna y justo cuando estaba por cruzar una avenida, se estacionó frente a mí un bus urbano que llevaba a los Saltos del Monday. Supuse era el destino y decidí subir.


Fue un tramo corto (CDE no es una ciudad muy grande). El cobrador del bus me dio las instrucciones de cómo llegar a las cataratas y tras bajar en el paradero más próximo, empecé a caminar hacia ellas. Paré en una bodega para comprar una Coca Cola, el barrio era claramente “movido” y tras consultarle a quien me vendió la gaseosa, me informó que había dos parques, el Aventura Monday que ofrece vistas panorámicas de las cataratas y el Saltos del Monday que ofrece un primer plano. Ambos a pie desde donde estaba. Me recomendó ir, por seguridad y vistas al Aventura, que estaba más cerca. Seguí su consejo.

De hecho, las vistas son muy bellas y el parque perfecto para una escapada periurbana. Disfruté mucho lo que vi y caminar por sus senderos. Las fotos hablan mejor que yo.

Luego, igualmente en bus urbano, volví hacia el centro de Ciudad del Este. Salvo la Catedral de San Blas, que tiene un cierto encanto, es un centro sólo comercial, galerías y más galerías, para mi gusto nada interesante. El tráfico infinito y caótico me quitó las ganas de ver el Puente Internacional. Sin mucho que hacer, decidí subirme a una motocicleta (que hacen servicio público allá) e ir a la Plaza Jesuítica, un mall lejos del centro. Simpático, pero tampoco me llenó.


Tomé un bus y retorné hacia una zona próxima a mi hostal. Caminé por la zona, que es realmente muy agradable y volví al hostal al dormir. Al día siguiente me tocaba ir a Itaipú.


La dueña del hostal me contactó con una señora que hacia Uber. Ella me recogió y me llevó a las oficinas turísticas de Itaipú (se puede ir en bus, pero alguna comodidad quería con tanto calor). El tour es gratuito, la infinita mayoría de quienes completamos los cuatro buses que nos desplazaron por el interior de la hidroeléctrica eran brasileños. El recorrido dura alrededor de una hora y se recorre la represa, tras una breve película. Por unos minutos estuve en territorio brasileño, mi primera vez en dicho país.


Itaipú es una de las maravillas de la ingeniería moderna. Para mí fue un placer visitarla y aunque me hubiese gustado disfrutarla más, conociendo sus instalaciones por dentro, fue una visita suficiente para sentir la magnitud impresionante de la obra.


Al final, el día que pasé en CDE fue agradable. Las personas con las que interactué fueron siempre muy amables. El Deux Coffee Roaster donde cené es un lugar encantador, perfecto para un momento agradable, disfrutando de una cena ligera y sabrosa.


Llegué de Encarnación a medio días de un miércoles, partí a Asunción a medio día de un jueves. Tiempo suficiente.

domingo, 9 de enero de 2022

Jardín, paraíso antioqueño

 Hace un par de meses realicé un breve viaje de escape a Colombia. Fueron días perfectos.

Llegué a Jardín por puro destino. No estaba en la hoja de ruta. Una amiga paisa, días antes de mi partida, me lo recomendó encarecidamente y decidí cambiar un full day previsto en Guatapé por un full day en Jardín. Absoluto regalo del destino.

Pude comprar los pasajes hacía Jardín, online en El Rápido Ochoa. Partiendo desde el terminal sur de Medellín. Como cada mañana siendo ya un viejo solitario, desperté temprano. Comí unas galletas y decidí caminar el quizás par de kilómetros que me separaban del terminal en Medellín. Siendo una mañana de domingo, un camino tranquilo, sin tráfico, en paralelo al río. En el terminal completé el desayuno con unas empanadas que estuvieron muy buenas, un tinto, y partí.


Fue un viaje mucho más largo que lo previsto. Casi 4 horas. Pero valieron la pena. Los paisajes en la ruta son simplemente maravillosos. Al llegar a Jardín no demoré mucho en descubrir que era un pequeño pueblo mágico (si, de los de García Márquez).  Salí de la anodina modernidad de Medellín para llegar a un destino que parecía sacado de algún cuento.

El maps de google me permitió ver que el terminal de llegada estaba a poco más de una cuadra de la Plaza Principal de Jardín. Como de costumbre donde llego, enrumbé hacia la plaza. Al llegar me deslumbró su belleza. Un mágico marco de construcciones clásicas, de tejas y una sinfonía de colores. Por un instante, la belleza del lugar me dejó sin reacción.


Instintivamente decidí caminar hacia mi lado izquierdo. Un bar tras otro. Pequeños, de colores, con mesas afuera y linda música colombiana. A cada paso que daba, la sed subía. Tras unos pocos pasos y cuatro o cinco bares, llegué a mi paraíso.

En uno de los locales, quizás el más sencillo de todos, sonaba Gardel. Escuchar a Carlitos en un bar fue una epifanía. Mi yo interior me hizo ingresar al bar. Me acerqué a barra. Indagué sobre que cervezas tenían. Cinco marcas, contando Corona. Elegí una (obviamente no la Corona) y me senté en una mesa. Fueron tres o cuatro canciones seguidas de Gardel, que me acompañaron durante las dos primeras botellas.


Mientras bebía mi mente volaba. Los colombianos, todos, de traje dominguero. Tal como uno los imagina de alguna postal o vídeo. Con el sombrero paisa algunos, otros tantos con el poncho ligero tradicional. Un par de putas acompañando en dos mesas. Pocos bebíamos cervezas, los más, una bebida que supongo era el aguardiente antioqueño.


Obnubilado, me quede algunas horas viviendo en un sueño. La gente entraba y salía. Probé las cuatro marcas colombianas y decidí una segunda ronda. La música había abandonado a Carlitos. Sin embargo, no tuve queja. La música tradicional colombiana, al menos la tocada allí, tenía mucho de tango. Podría esforzarme días o semanas, pero sería incapaz de describir el momento intenso, de plena felicidad, que viví en el bar.


Al completar la segunda ronda de cervezas estaba ya bastante mareado. El bar había dejado de serlo, para transformarse en mi paraíso privado. Me quedaba algo de cordura y decidí tomar una más. La que mejor me había parecido. Una Águila. Envalentonado por el alcohol, me acerqué a barra. Le pedí al dueño (luego confirmé que lo era) que pusiera algo de Carlitos. Que él escogiera. Con infinita sabiduría y seguro maldad. Viendo a un solitario peruano bebiendo en un pueblo cafetero, hizo sonar Cuesta Abajo. Supongo alguna lágrima rodó por mi mejilla. Quiero pensar que no. Pero es tan probable como que llegué a mi paraíso personal en Colombia y volví.


Supuse que mi momento había terminado. Cuando pedí la cuenta, la moza fue y volvió con otra cerveza. Le dije que no la había pedido. Me respondió que era cortesía de otra mesa, que había mandado una ronda para todos los presentes. Me di cuenta que, en todas las cuatro mesas ocupadas, había bebidas nuevas y que todos agradecían al oferente. Hice lo mismo. Al terminar la imprevista cerveza decidí hacer lo mismo. Mandé una ronda para todos.

Recuerdo borrosamente lo demás. Nos abrazamos con el solitario de la otra mesa. Tomamos algo juntos. Me abracé con el dueño, que puso un par más de Gardel y aceptó que le ofrezca una cerveza en propio su bar (no me cobró ni la suya ni la mía).


Decidí volver. No por un día ni por dos. Decidí simplemente volver. El destino dirá por cuanto tiempo y cuantas cervezas tomaré escuchando a Gardel.

Tuve hambre y debí salir a buscar que comer. Por la hora no encontré rápidamente donde. Cuando finalmente lo hice ya era casi hora de tomar el bus y volver a Medellín. Mi día de ensueño había acabado, pero certeza del volver sigue latente en mí. Volveré.



Bogotá – Ciudad de Museos

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