domingo, 9 de enero de 2022

Jardín, paraíso antioqueño

 Hace un par de meses realicé un breve viaje de escape a Colombia. Fueron días perfectos.

Llegué a Jardín por puro destino. No estaba en la hoja de ruta. Una amiga paisa, días antes de mi partida, me lo recomendó encarecidamente y decidí cambiar un full day previsto en Guatapé por un full day en Jardín. Absoluto regalo del destino.

Pude comprar los pasajes hacía Jardín, online en El Rápido Ochoa. Partiendo desde el terminal sur de Medellín. Como cada mañana siendo ya un viejo solitario, desperté temprano. Comí unas galletas y decidí caminar el quizás par de kilómetros que me separaban del terminal en Medellín. Siendo una mañana de domingo, un camino tranquilo, sin tráfico, en paralelo al río. En el terminal completé el desayuno con unas empanadas que estuvieron muy buenas, un tinto, y partí.


Fue un viaje mucho más largo que lo previsto. Casi 4 horas. Pero valieron la pena. Los paisajes en la ruta son simplemente maravillosos. Al llegar a Jardín no demoré mucho en descubrir que era un pequeño pueblo mágico (si, de los de García Márquez).  Salí de la anodina modernidad de Medellín para llegar a un destino que parecía sacado de algún cuento.

El maps de google me permitió ver que el terminal de llegada estaba a poco más de una cuadra de la Plaza Principal de Jardín. Como de costumbre donde llego, enrumbé hacia la plaza. Al llegar me deslumbró su belleza. Un mágico marco de construcciones clásicas, de tejas y una sinfonía de colores. Por un instante, la belleza del lugar me dejó sin reacción.


Instintivamente decidí caminar hacia mi lado izquierdo. Un bar tras otro. Pequeños, de colores, con mesas afuera y linda música colombiana. A cada paso que daba, la sed subía. Tras unos pocos pasos y cuatro o cinco bares, llegué a mi paraíso.

En uno de los locales, quizás el más sencillo de todos, sonaba Gardel. Escuchar a Carlitos en un bar fue una epifanía. Mi yo interior me hizo ingresar al bar. Me acerqué a barra. Indagué sobre que cervezas tenían. Cinco marcas, contando Corona. Elegí una (obviamente no la Corona) y me senté en una mesa. Fueron tres o cuatro canciones seguidas de Gardel, que me acompañaron durante las dos primeras botellas.


Mientras bebía mi mente volaba. Los colombianos, todos, de traje dominguero. Tal como uno los imagina de alguna postal o vídeo. Con el sombrero paisa algunos, otros tantos con el poncho ligero tradicional. Un par de putas acompañando en dos mesas. Pocos bebíamos cervezas, los más, una bebida que supongo era el aguardiente antioqueño.


Obnubilado, me quede algunas horas viviendo en un sueño. La gente entraba y salía. Probé las cuatro marcas colombianas y decidí una segunda ronda. La música había abandonado a Carlitos. Sin embargo, no tuve queja. La música tradicional colombiana, al menos la tocada allí, tenía mucho de tango. Podría esforzarme días o semanas, pero sería incapaz de describir el momento intenso, de plena felicidad, que viví en el bar.


Al completar la segunda ronda de cervezas estaba ya bastante mareado. El bar había dejado de serlo, para transformarse en mi paraíso privado. Me quedaba algo de cordura y decidí tomar una más. La que mejor me había parecido. Una Águila. Envalentonado por el alcohol, me acerqué a barra. Le pedí al dueño (luego confirmé que lo era) que pusiera algo de Carlitos. Que él escogiera. Con infinita sabiduría y seguro maldad. Viendo a un solitario peruano bebiendo en un pueblo cafetero, hizo sonar Cuesta Abajo. Supongo alguna lágrima rodó por mi mejilla. Quiero pensar que no. Pero es tan probable como que llegué a mi paraíso personal en Colombia y volví.


Supuse que mi momento había terminado. Cuando pedí la cuenta, la moza fue y volvió con otra cerveza. Le dije que no la había pedido. Me respondió que era cortesía de otra mesa, que había mandado una ronda para todos los presentes. Me di cuenta que, en todas las cuatro mesas ocupadas, había bebidas nuevas y que todos agradecían al oferente. Hice lo mismo. Al terminar la imprevista cerveza decidí hacer lo mismo. Mandé una ronda para todos.

Recuerdo borrosamente lo demás. Nos abrazamos con el solitario de la otra mesa. Tomamos algo juntos. Me abracé con el dueño, que puso un par más de Gardel y aceptó que le ofrezca una cerveza en propio su bar (no me cobró ni la suya ni la mía).


Decidí volver. No por un día ni por dos. Decidí simplemente volver. El destino dirá por cuanto tiempo y cuantas cervezas tomaré escuchando a Gardel.

Tuve hambre y debí salir a buscar que comer. Por la hora no encontré rápidamente donde. Cuando finalmente lo hice ya era casi hora de tomar el bus y volver a Medellín. Mi día de ensueño había acabado, pero certeza del volver sigue latente en mí. Volveré.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Bogotá – Ciudad de Museos

Aprovechando las pocas horas disponibles que estuve en Bogotá, pude visitar cuatro museos. Visitas rápidas, de lego, el tiempo era corto y l...